La mañana del martes, 7 de marzo desperté contenta. La noche anterior tuve un sueño interrumpido por las constantes visitas de enfermeras y terapistas respiratorios pero la gratitud que me acompañó al quirófano el día antes seguía conmigo. Todo estaba bien.
Tempranito esa mañana vino una enfermera a remover el “folly” para que pudiera darme un baño. Fue enfática al decir que, después de bañarme, debía esforzarme durante el día para caminar mucho. Caminar ayudaría al cuerpo a eliminar los gases que introducen en el abdomen durante la cirugía y que provocan dolor y molestias. También serviría para poner a trabajar todo el cuerpo y prevenir embolias.
Además de caminar, me indicaron que debía “hacer la espirometría” durante quince minutos cada hora. Eso es un ejercicio importante para estimular los pulmones y “evitar coger un catarro” en el hospital.
Otra instrucción importante que recibí esa mañana fue continuar el monitoreo de la orina y secreciones en el drenaje. La enfermera me enseñó cómo vaciar el drenaje y me entregó una hoja donde debía anotar la cantidad de mililitros acumulada cada vez antes de vaciarlo. Lo mismo debía hacer con la orina. Según dijo, esto era para asegurarse de que los riñones estaban trabajando adecuadamente.
Poco a poco me levanté de la cama y mami me ayudó a bañarme. Sentir el agua tibia sobre el cuerpo fue una experiencia exquisita. Aprovechamos para examinar las heridas de la cirugía; eran cinco. Cinco marcas nuevas en mi cuerpo. Marcas con propósito. Ya les tengo cariño.
Cuando terminamos, mami me ayudó a cambiar uno de los vendajes y a vestirme. Salí del baño lista para caminar. Fuimos juntas al pasillo. A esa hora, no había nadie más caminando. Solo ella y yo. Dimos cuatro o cinco vueltas por el ala bariátrica.
También fui a saludar a otros dos pacientes que fueron operados el mismo día que yo: Ashley y José. Ambos se sentían bien y estaban con buen ánimo. Luego regresé a mi habitación porque ya me tocaba tomar la terapia respiratoria que dan cada cuatro horas.
Durante el día, salí a caminar cuatro veces.
No más morfina
Cerca del mediodía comencé a sentir dolor agudo nuevamente y pedí morfina. Antes de que me pusieran el medicamento, la Dra. Santos llegó a pasar visita. Fue muy breve. Dijo que todo había salido “excelente” en la cirugía, indicó que autorizaría la dieta, preguntó si tenía alguna duda y se retiró. Minutos después, volví a pedir morfina y entonces me dieron la noticia: una vez la doctora autoriza dieta, ya no se suministra más morfina, solo “Tylenol de bebé”.
¿Cómo era posible? Horas antes había pasado por una cirugía mayor y debía tolerar el dolor solo con acetaminofén líquido, como el que se les da a los bebés. ¡Para mí era incomprensible y hasta cruel!
Poco después me trajeron el “almuerzo”, que consistía de dos onzas de suplemento nutricional, una onza de jugo de manzana y una onza de caldo de pollo. La enfermera también me trajo una onza de acetaminofén líquido. Intenté “comer”, pero el dolor era muy fuerte. Además, sentía como si tuviera un “tapón” en la garganta que me dificultaba tragar. Tenía mucha sed, pero solo pude tragar un sorbo de agua. El suplemento lo fui tomando poco a poco. Con dos onzas de suplemento me sentía llena y no quería más.
Lo que sí quería era llorar. Tenía mucho dolor y sentía que no podía tragar. Me acosté y, después de un rato, me quedé dormida.
Esa tarde continuaron trayendo bandejas con suplementos y jugo cada dos horas pero yo apenas tomé algo. Lo que sentía era una desagradable combinación entre dolor, sed, falta de apetito y el “tapón” en la garganta. Mi alegría se desvaneció y ahí fue cuando tuve que poner en práctica la paciencia conmigo misma y con el proceso. “Este momento va a pasar”, me repetía constantemente.
Durante la noche apenas dormí por el dolor y malestar. Pasé largas horas sentada en la cama buscando alivio. Cuando amaneció el miércoles, volví a pedir algo para el dolor y la enfermera que comenzaba su turno llamó a la doctora para consultar qué podía hacer para ayudarme. Entonces me trajo un antiácido que debía tomar cada cuatro horas. También me inyectó un antiinflamatorio.
Me bañé y salí a caminar un poco. Me sentía muy mal pero sabía que debía seguir hacia adelante. Ya no había vuelta atrás.
En el pasillo me encontré a todos los demás pacientes que habían sido operados entre lunes y martes. La mayoría se sentía bien y estaban contentos. Ese ratito me animó. Luego volví al cuarto para esperar a que la doctora pasara a darme de alta. Ya quería estar en casa.
Cuando la doctora llegó a verme, recomendó seguir tomando el antiácido cada cuatro horas ya que no recetaría nada para el dolor pues, tras la cirugía, los pacientes no pueden ingerir pastillas por un mes. Explicó que la sensación de quemazón, como de gastritis, era normal debido a que el estómago está en “carne viva”.
Así es que eso sería todo: antiácido, acetaminofén de bebé y dieta líquida por dos semanas.
Esa tarde salí del hospital cerca de las 3:00 p.m.
Ya en casa, recuperé el ánimo y decidí hacer un esfuerzo aún mayor para tomar los suplementos. Al no haber consumido casi nada en tres días, tenía el estómago muy resentido. Era más fuerte la sensación de gastritis que el dolor en las heridas. La verdad es que las heridas apenas duelen, pero el estómago necesita recibir los suplementos para combatir los jugos gástricos.
[Quiero destacar que yo experimenté mucho dolor durante los primeros dos días después de la cirugía pero mis otros compañeros aseguraban sentirse muy bien. Cada persona vive el dolor de una manera distinta y, en mi caso, no tengo mucha dolerancia.]