Estaba citada para las siete de la mañana del lunes, 6 de marzo de 2017. En la víspera, nadie durmió mucho en la casa de la familia Zeda Sánchez.
Mi alarma sonó temprano, a las 5:00 de la mañana. Quería darme un buen baño, lavarme el pelo y rasurarme las piernas. No sabía cómo me sentiría después de la cirugía o cuánto tiempo pasaría antes de poder volver a asearme sin ayuda.
Dieron las 6:30 de la mañana y salí rumbo al Hospital Menonita de Cayey acompañada de mis padres. No recuerdo de qué hablamos en el camino, solo que estaba muy contenta pues al fin el tan esperado día de mi cirugía bariátrica había llegado.
Tenía instrucciones de presentarme al área de Cirugía Ambulatoria del hospital. Una vez allí, enseguida me indicaron que debía pasar a uno de los cuartitos donde preparan a los pacientes que serán operados. Papi se quedó en la sala de espera ya que solo permitieron la entrada de un familiar.
“Ve al baño, si tienes deseos. Luego quítate todito, ponte esto [bata, medias y gorro de papel] y acuéstate en la camilla. Vuelvo pronto”, dijo una enfermera. Fui al baño y me cambié. En el caso de los pacientes bariátricos, nos recomiendan llevar una bata especial en tela que es más cómoda que la de papel que ofrecen los hospitales.
La enfermera regresó y revisó que hubiese traído el equipo requerido para el proceso: máquina de oxígeno, chata, urinal y las “foot pumps” (para prevenir embolias). Me puso las botitas y colocó lo demás bajo la camilla. Se retiró nuevamente. Minutos después vino otra enfermera. Su asignación era tomar mis signos vitales y ponerme el suero.
Enfermera: ¿Cuál es tu nombre completo?
Yo: Dalissa Zeda Sánchez
Enfermera: Falta algo.
Yo: Bueno, Dalissa Marie… Es que nunca uso mi segundo nombre.
Enfermera: Dime tu fecha de nacimiento.
Yo: 4 de mayo de 1988
Enfermera: ¿Y qué te van a hacer aquí? ¿Quién te va a operar?
Yo: Gastric sleeve; la doctora Santos.
Enfermera: Muy bien. Estás bien orientada.
Antes de las 8:00 de la mañana ya había interactuado con al menos tres enfermeras y todas preguntaron lo mismo. ¡Protocolo!
De repente, una mujer le indicó a la enfermera que estaba a punto de puyarme con la aguja que se detuviera. Del área de Admisiones habían paralizado mi proceso porque no tenían los documentos de autorización del plan médico. Mami y yo sabíamos que esa era una posibilidad debido al cambio de cubierta médica que tuve de febrero a marzo, por lo que fuimos preparadas. La enfermera dirigió a mi mamá hacia Admisiones para que llevara copia de los papeles y todo se resolvió.
[Si te vas a operar, asegúrate de llevar copia de la autorización de la cirugía, tarjeta de tu plan médico y tarjeta de identificación.]
Bueno, finalmente la enfermera me puso el suero y una especie de sábana que se llena con aire caliente para combatir el frío, y se retiró. Mami y yo conversamos unos minutos hasta que nos dio sueño. Ella se acurrucó en la butaca que estaba junto a mi camilla y yo hice lo propio. Nos quedamos dormidas.
A las 11:00 de la mañana llegó un joven alto a despertarnos. “Ya es hora”, dijo sonreído. “Nos vamos”, agregó. Besé a mi mamá, le pedí la bendición y le dije que la amaba. También le dije que le diera un beso a papi de mi parte.
Me llevó.
Salimos del área de preparación, recorrimos varios pasillos, puertas y rostros. Llegamos hasta un elevador y de ahí subimos al tercer piso.
“Dali, ¿estás lista?”, me dijo el muchacho con voz enérgica. Le dije que sí mientras me acariciaba el abdomen, como si intentara grabar en mis manos y en mi mente la sensación de una barriga no intervenida.
Ya en el tercer piso, el hombre colocó mi camilla en lo que parecía ser una zona de espera antes de entrar al quirófano. Allí se me acercó una señora y repitió las mismas preguntas que las otras enfermeras más temprano. Ella también volvió a colocarme la sábana especial con aire caliente y me dijo que estuviera tranquila. Yo continuaba acariciando mi barriga mientras repasaba coros cristianos en mi mente.
“Dalissa, hola. Yo soy Santos, tu [enfermero] anestesista. Voy a estar contigo, ok?”, dijo un joven varón muy amable mientras revisaba unos papeles.
Creo que estuve allí cerca de una hora y en ese periodo se me acercaron distintas personas para preguntar mi nombre y qué procedimiento me realizarían esa mañana. En un momento dado, el teléfono de la sala sonó.
“Hola. Sí, doctora. Ya Dalissa está aquí”, escuché decir a una de las mujeres. Luego se aproximó para decirme que la doctora estaba preguntando por mí, y que ella acostumbraba hacer eso. “Ya mismo te toca”, agregó.
Me parece que ya era mediodía cuando dos hombres vinieron a buscarme junto al enfermero anestesista. Este sí era el momento de entrar a la Sala de Operaciones.
Entraron mi camilla al quirófano mientras conversaban entre ellos sobre un auto “Volky” que el enfermero anestesista quería comprarle a “la flaca de casa”. Hablaban como si yo no estuviese allí, muy joviales, un día normal. Pero mi vida estaba a punto de cambiar por completo y me sentía invisible.
Prepararon la “mesa” de operaciones, que no era otra cosa que una camilla muy, muy estrecha. El enfermero anestesista me pidió que me rodara de la camilla a la mesa “con cuidado que no te caigas”. Luego me arropó y amarró mis piernas a la mesa. Colocó dos barras a cada lado para que yo extendiera mis brazos. Toda esta preparación ocurría mientras ellos seguían el tema de los volkys.
Comencé a llorar mientras observaba las enormes lámparas en el techo justo sobre mí. Intentaba sin éxito aislarme de su conversación. Eran tres hombres hablando de autos mientras me preparaban para una cirugía mayor. Pregunté si vería a la doctora y me dijeron que no. Su conversación continuó.
Una joven que entró a la sala notó que yo estaba llorando y tomó mi mano. Luego el enfermero anestesista me preguntó qué pasaba.
“Es que estoy nerviosa”, le respondí. Él entonces tocó mi frente y dijo que todo estaría bien. Ese fue mi último momento despierta.
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“Dalissa, ya terminamos. Abre los ojos, Dalissa”. Escuché la voz de una mujer que me llamaba y me pedía que despertara. La cirugía había terminado, ya estaba en la Sala de Recuperación.
“Tengo mucho dolor, mucho dolor”, fue lo primero que pude decir. La enfermera me puso morfina en el suero para aliviarme. Estaba aturdida y no podía ver bien. Me dolía el abdomen y tenía frío. Creo que dormí unos minutos más y, cuando desperté, volví a quejarme de dolor. “No puedo darte más morfina. Ya te puse 10”, indicó la mujer.
Al cabo de un rato, regresó el joven que me llevó al tercer piso más temprano. Esta vez, venía a buscarme para llevarme a mi habitación en el ala bariátrica del hospital. La número 334.
“¡Dali, ya saliste! ¡Qué bueno!”, dijo pero yo solo podía asentir con la cabeza. Cuando llegamos a la habitación, me dio instrucciones para pasarme de la camilla a la cama del cuarto utilizando un trapecio que colgaba sobre la cama. Esa primera maniobra fue difícil porque tenía mucho dolor y también estaba bajo el efecto de la morfina.
Segundos después entraron mis padres a la habitación y me besaron. Un terapista respiratorio vino a decir que debía sentarme dos horas pero yo no estaba lista; prometí hacerlo más tarde y me dormí. Eran cerca de las 3:30 de la tarde.
De acuerdo con mami, una hora más tarde el varón volvió para despertarme ya que debía seguir las instrucciones de estar sentada durante al menos dos horas. El propósito de esto, según me explicaron, era estimular los pulmones luego de haber estado un periodo acostada bajo anestesia. Fueron los minutos más largos de mi vida.
Al cabo de una hora y 45 minutos, volví a la cama.
Pasé el resto de la tarde y noche acostada. Cada cuatro horas pedía morfina para el dolor, que era agudo y profundo. Cada cuatro horas también venía una persona a darme terapia respiratoria y tomar temperatura y presión arterial. También me inyectaron anticoagulantes en la barriga. Además, una enfermera estaba pendiente de monitorear la orina, ya que me dejaron un “folly” puesto, y las secreciones en el drenaje. Todo se contabilizaba y se anotaba en un registro.
Fue una noche larga, muy larga. No podía ser de otra manera pues esta era la primera noche de mi nueva vida.
Sobre mi operación:
La cirugía que me realizó la Dra. Santos se llama manga gástrica y es un procedimiento restrictivo que limita la cantidad de alimentos que podré ingerir de ahora en adelante, lo que a su vez provocará pérdida de peso.
Mediante la operación – que en mi caso duró una hora, según me explicó la doctora cuando me dio de alta- el estómago se convierte en un tubo con forma similar a la de un guineo y con capacidad para recibir entre tres y cuatro onzas de comida. La parte del estómago que se corta, que es más o menos el 80%, se extrae mediante una incisión de una pulgada en el abdomen.
El proceso de digestión queda inalterado.