“Los brujos dicen que la muerte es nuestro único adversario que vale la pena. La muerte es quien nos reta y nosotros nacemos para aceptar ese reto, seamos hombres comunes y corrientes o brujos. La diferencia es que los brujos lo saben y los hombres comunes y corrientes no.” -Carlos Castañeda (1987)
“El embalsamador aún no ha llegado. Siéntate. Ponte cómoda. Hay cafecito en la cocina”. Con estas palabras me recibió la secretaria de la funeraria donde me disponía a observar el proceso de embalsamamiento. Le di las gracias y fui a sentarme pero los nervios no me dejaron saborear la taza de café que ofreció. “Que salita más acogedora” pensé, y por unos momentos olvidé donde estaba.
Los muebles eran de piel color azul oscuro y muy cómodos; las paredes estaban bien pintadas; había lindos arreglos florales en las esquinas y se percibía un agradable olor a limpio.
Pasaron unos treinta minutos y entonces llegó la hora. La joven de actitud amigable se acercó, volvió a preguntar mi nombre y si estaba segura de lo que pedía. Con mis ojos bien abiertos y una sonrisa respondí afirmativamente.
Entonces me llevó al lugar donde se descubre la fragilidad humana ante el llamado de la muerte.
El contraste entre la sala de espera de la funeraria y el cuartito de embalsamamiento era evidente. Allí no había aire acondicionado, las paredes y el piso estaban cubiertos de losetas blancas, el zafacón de bio-desperdicios lleno hasta el tope y un olor como de azufre saturaba todo el lugar. Parecía un cuarto de baño que hace mucho no se limpia.
Entonces la vi. No parecía una mujer. Era un cuerpo cenizo, delgado, torcido y desnudo tirado sobre una mesa fría.
No estaba preparada para enfrentar un cuadro como ese. Emociones inexploradas afloraron en mí. Sentí miedo, desagrado y una inmensa tristeza. Un silencio ruidoso retumbaba en mis oídos y no pude escuchar las palabras del artista cuando me invitó a acercarme para apreciar mejor la obra que estaba por comenzar.
Mi cuerpo se movió sólo, como si necesitara estar más cerca para creer lo que veía. Como si necesitara estar más cerca para corroborar que aquel despojo era, o había sido, una mujer.
El embalsamador me trató con amabilidad y ofreció responder todas mis preguntas. Claro, yo pertenecía a su mundo, al de los que aun tenemos sangre caliente en las venas. Por el contrario, aquella mujer no era digna de su respeto pues en los próximos minutos él la convertiría en una fría muñeca que dormirá para siempre en un lindo ataúd.
Yo tenía una mascarilla puesta pero, aun así, me perturbaba el fuerte olor a muerte que invadía la sala. El aire era pesado, sombrío y yo sólo quería llorar. El embalsamador era un hombre alto, blanco, robusto y de cabello claro. Sus herramientas de trabajo: pinzas, tijeras, agujas, manguera, bisturí, cepillos, maquillaje, entre otras cosas. Su tarea: dibujar en el rostro de aquella anciana delgada y tiesa como una paloma muerta, el semblante de una bella durmiente.
El proceso comenzó y así también mi dolor. El artista le quitó el pañal y lavó todo el cuerpo. Sus rudas manos recorrían cada espacio del indefenso cadáver; estrujándolo, rascándolo y removiendo las últimas huellas que la vida dejó a su paso.
Yo quería gritarle que tuviera cuidado; que la tratara con delicadeza porque era mayor; que recordara que hacía menos de 24 horas, ella había estado viva. Pero él no podía escucharme. No podía escucharme, porque yo no podía hablar. Para él, esa mujer era una muerta más, la tercera del día para ser exacta. Ella no merecía respeto ni cuidados porque había perdido el privilegio que tienen los vivos de ser tomados en cuenta.
Así continuó el ritual. El embalsamador tomó el bisturí, le hizo una incisión en el cuello y otra en el abdomen; drenó toda la sangre y luego le introdujo el líquido especial para preservar el cuerpo. Después rellenó los huecos con algodones y cosió las heridas. Entonces acercó una aguja a la boca del cadáver y tejió nudos entre sus labios.
“Ya no volverá a hablar jamás, ni para los vivos ni para los muertos”, pensé.
La muerte le había arrebatado el aliento pero el embalsamador se aseguró de que su boca no volviera a estar abierta. También le puso pegamento en los párpados para obligarla a dormir eternamente.
La obra estaba casi terminaba. Ahora el embalsamador se disponía a vestirla con un traje negro de flores azules. Cortó un pedazo de tela para hacerle un pañuelo que cubriera las marcas que éste había dejado en su cuello. Luego tomó una brocha, maquilló el rostro y pintó sus labios color rosado.
En ese momento, el cadáver daba la impresión de haber regresado de la muerte para dormir una dulce siesta.
El artista había terminado su pieza. Mandó traer el ataúd correspondiente, lo acercó a la mesa donde había estado trabajando y entonces tomó a la dama en sus brazos y la acostó dentro de su nuevo lecho. Esta vez la trató con delicadeza para evitar estropear su obra maestra.
Ya estaba lista para la exhibición. Ya estaba preparada para recibir a sus invitados en la última gala.